Como cada mañana, los vecinos de Navacerrada acuden al restaurante de su vecino, Félix Martín Badiola, para tomar el primer café de la jornada. Sin embargo, aquel día se encontraron en la puerta con un cartel que, incluso en tiempos de campaña electoral, les resultó sorprendente: el nombre del alcalde aparecía junto a una crítica directa.
El responsable de aquella denuncia pública era el propio Félix, dueño del negocio, quien no imaginó que su acción le acarrearía consecuencias judiciales. En el cartel, acusaba al alcalde de conceder licencias urbanísticas irregulares, lo que le valió una multa de 3.000 euros por “injurias graves”. Meses más tarde, sin embargo, la historia dio un giro: el Tribunal Constitucional anuló la condena, amparando su derecho a la libertad de expresión. Este vecino es solo uno más de los que, especialmente en tiempos de campaña electoral, critican la actuación de los políticos. La diferencia es que él sí se atrevió a exponer su opinión y “colgarla” en la puerta de su negocio.
Navacerrada en 2002 no es una excepción, Washington en 1974 presentaba un escenario muy parecido con el caso Watergate. Aunque separados por décadas y contextos muy distintos, ambos episodios reflejan una misma cuestión de fondo: el enfrentamiento entre el poder político y quienes se atreven a desafiarlo. Si en el pequeño municipio madrileño un ciudadano utilizó la puerta de su bar como altavoz de denuncia, en Estados Unidos fueron los periodistas quienes, a través del Washington Post, destaparon una trama de corrupción que llegaba hasta la Casa Blanca. En ambos casos, la reacción inicial de quienes ostentan el poder fue la misma: intentar silenciar a quienes los señalaban. Pero, al igual que la justicia acabó respaldando la libertad de expresión de Félix Martín Badiola, la presión de la opinión pública y las investigaciones judiciales en el caso Watergate terminaron por hacer caer al presidente Richard Nixon.
En ambos casos, la obligación de colaborar con la justicia fue el motor que llevó a los protagonistas a actuar. En este proceso, surge la complejidad de equilibrar el derecho a la información de los ciudadanos con las exigencias legales en casos de corrupción política. Esto afecta tanto a los periodistas, con su deber de informar, como a un vecino de Navacerrada que ejerce su derecho a expresarse libremente.
Para Santiago Leyra-Curiá, profesor de Derecho en la Universidad Villanueva, la clave en estos casos está en “cómo combatir los delitos y la corrupción política cuando el poder ha invadido todos los resortes institucionales, intentando incluso hacerse con el control del poder judicial, y consiguiéndolo en el caso español con el Tribunal Constitucional”. Y la forma de combatirlos es, según nos demuestra la historia, con la colaboración de quien encuentra la verdad y decide sacarla a la luz ejerciendo su deber como ciudadano de un estado democrático. En casos como el del vecino de Navacerrada, que acusaba directamente al alcalde, Leyra-Curiá subraya que “hay que respetar la presunción de inocencia, pero cuando el poder político está corrupto y comete delitos, no estamos hablando de ciudadanos normales, sino de déspotas”.
En el caso del Gobierno de España, al que vemos en las portadas día tras día, en lo que se ha convertido en una sección fija de los periódicos donde se amontonan los casos de corrupción, para el profesor es “legítimo usar todos los medios al alcance para defender la democracia” cuando “el poder político se convierte en despótico, y creo que en España estamos en ese momento”.