«Mickey 17»: Cuando la ciencia trata a los humanos como reemplazables

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En “Mickey 17”, basada en la novela “Mickey 7” de Edward Ashton, seguimos la historia de Mickey Barnes, un «prescindible» en una misión de colonización espacial. Su función es asumir tareas extremadamente peligrosas, sabiendo que, si muere, una copia exacta suya con sus recuerdos intactos será creada para continuar. 

Aunque la historia es ficticia, la idea de seres humanos tratados como recursos desechables en nombre del progreso tiene profundas raíces en la historia real.

A lo largo del siglo XX, la ciencia ha demostrado que, cuando no está limitada por principios éticos, puede convertir a las personas en meros sujetos de experimentación. El Experimento Tuskegee en EE.UU. o los estudios de Josef Mengele en los campos de concentración nazis son algunos ejemplos de cómo la medicina y la tecnología han visto a ciertos individuos como “prescindibles”, como “Mickeys”. 

El Experimento Tuskegee tuvo lugar en Alabama, donde el gobierno llevó a cabo un estudio sobre la sífilis en hombres afroamericanos de bajos recursos. Comenzó en 1932 como un proyecto del Servicio de Salud Pública de EE.UU., con el objetivo inicial de analizar el progreso natural de la enfermedad. Sin embargo, los participantes nunca fueron informados de su diagnóstico ni recibieron tratamiento, a pesar de que en 1947 la penicilina se estableció como la cura efectiva. En su lugar, los investigadores permitieron que la enfermedad avanzara, documentando sus efectos en el cuerpo humano hasta que los sujetos murieran. A lo largo de los 40 años que duró el estudio, al menos 128 hombres fallecieron directa o indirectamente por la enfermedad. 

Mientras en EE.UU. se negaban tratamientos a personas enfermas, en Europa la medicina tomaba un rumbo aún más cruel.

Josef Mengele, conocido como el «Ángel de la Muerte», realizó experimentos en prisioneros de campos de concentración, especialmente en gemelos, mujeres embarazadas y personas con discapacidad. Su obsesión con la genética lo llevó a realizar procedimientos inhumanos con el fin de demostrar la supuesta superioridad de la raza aria. Entre sus experimentos más atroces, inyectaba sustancias químicas en los ojos de los niños para intentar cambiar su color, exponía a personas a temperaturas extremas para estudiar la hipotermia y realizaba cirugías sin anestesia. Los gemelos eran particularmente valiosos para él, ya que utilizaba a uno como sujeto de prueba y al otro como «control», asesinando a ambos al final de sus experimentos para diseccionar sus cuerpos y comparar los efectos.

Del horror de Auschwitz pasamos a un nuevo escenario: la Guerra Fría, donde la mente humana se convirtió en el nuevo campo de batalla.

Entre los años 50 y los 70, la CIA condujo el Proyecto MK-Ultra, una serie de experimentos de control mental en ciudadanos estadounidenses y canadienses sin su consentimiento. Bajo el pretexto de desarrollar técnicas de interrogación avanzadas para la Guerra Fría, la agencia sometió a miles de personas a pruebas extremas sin que lo supieran. Psiquiatras, hospitales y universidades participaron en el proyecto, administrando drogas como LSD a pacientes, estudiantes e incluso soldados, con el objetivo de manipular sus mentes. Se ejecutaron pruebas de hipnosis, privación sensorial y torturas psicológicas para analizar su influencia en el comportamiento humano. Uno de los casos más conocidos fue el del científico Frank Olson, quien murió tras caer de un décimo piso en circunstancias sospechosas luego de ser drogado sin su consentimiento. 

La historia ha evidenciado que, cuando la ciencia se aleja de la ética, el ser humano se convierte en un simple medio para un fin. “Mickey 17” nos plantea una pregunta inquietante: ¿qué pasaría si la tecnología nos permitiera reemplazarnos cada vez que morimos? ¿Nos convertiríamos en herramientas desechables para los intereses de otros?