La corrupción ha sido un tema recurrente en las sociedades desde los orígenes del poder político, pero en los últimos años ha adquirido una presencia recurrente en el discurso público. A pesar de los mecanismos de control, los organismos judiciales y de un marco legal que cada vez persigue más de cerca estas prácticas, los casos no solo se producen con más frecuencia, sino que se adquieren nuevas formas y se dan en mayores cantidades.
Santiago Leyra Curiá es abogado y profesor en la Universidad Villanueva, especializado en Derecho Eclesiástico del Estado. Su línea de investigación se centra en la relación entre religión, derecho y sociedad, abordando temas como la libertad de conciencia, el pluralismo y la ética pública en el ámbito jurídico. Sobre el tema de la corrupción, Leyra explica que este fenómeno es un problema estructural que se ha arraigado en el sistema democrático. En su opinión, no se trata únicamente de un conjunto de malas prácticas individuales, sino de un modo de funcionamiento que se ha normalizado en ciertos ámbitos de la vida pública. Cuando un sistema tolera o incluso justifica determinadas conductas ilícitas por razones de conveniencia electoral, está alimentando un círculo vicioso que debilita la confianza en las instituciones.
Democracia y corrupción: una convivencia que se ha normalizado
Leyra sostiene que una de las grandes paradojas de la democracia actual es que, siendo un sistema basado en la transparencia y la igualdad ante la ley, ha terminado generando un sistema donde prospera la opacidad de los partidos políticos y, por consiguiente, la impunidad cuando se producen casos de corrupción. Esto ocurre, señala, cuando el interés partidista prevalece sobre el bien general. La corrupción se vuelve entonces una forma silenciosa de poder, un modo de gestionar los recursos públicos y movido por las influencias, desarrollado bajo apariencias legales.
Además, Leyra subraya la importancia del discurso público y la percepción de los ciudadanos. Cuando una sociedad se acostumbra a convivir con la corrupción, sin exigir responsabilidades ni castigos ejemplares, el sistema democrático entra en una fase de desgaste moral. La resignación colectiva ante los abusos de poder es, en muchos casos, más peligrosa que los propios actos corruptos. En ese punto, la corrupción deja de ser un accidente y se convierte en una característica estructural de la vida política. La democracia, en lugar de regenerarse, se acomoda a su propio deterioro.
El papel de la educación y la responsabilidad social
Desde la perspectiva académica, el profesor Leyra considera que la única forma de romper con esta mecánica pasa por una renovación ética que comienza en la educación. No se trata solo de enseñar leyes, sino de crear una conciencia cívica que permita a los futuros profesionales reconocer y rechazar las prácticas de corrupción desde sus primeros pasos en el ámbito público o privado. Por su experiencia como docente, destaca que las universidades tienen un papel esencial como espacios de reflexión crítica y compromiso ético.
La educación en valores, afirma Leyra, es una inversión a largo plazo que determina la cultura institucional del país. Una ciudadanía informada y consciente es menos vulnerable a los discursos de manipulación y más exigente con sus representantes. La lucha contra la corrupción no se gana solo en los tribunales, esta batalla comienza en las aulas, con una importante responsabilidad de los medios de comunicación en la vida cotidiana, para que cada persona tienda a actuar con integridad incluso en los pequeños gestos.
Hacia una «cura» democrática
A pesar del diagnóstico pesimista, el profesor Leyra mantiene una visión de esperanza hacia el futuro. Considera que la corrupción no es un destino inevitable, sino una consecuencia de la falta de vigilancia y de la debilidad de la cultura ciudadana. Si las instituciones se fortalecen, los controles se aplican con rigor y la ciudadanía participa activamente en la vida pública, es posible revertir la tendencia. La regeneración democrática pasa por la ejemplaridad: por el comportamiento ético de los líderes políticos, por la independencia de los jueces y por la implicación constante de los ciudadanos.
El desafío, advierte, es cultural antes que jurídico. En una sociedad donde la corrupción no se conciba como una posibilidad, donde cuando ocurra se castigue y señale, es donde se construyen instituciones limpias y transparentes. La democracia se construye -y se mantiene- en un sistema en el que la confianza entre los políticos y los ciudadanos se cuida y se renueva de forma constante en el tiempo. Cuando esta se pierde, el proceso e recuperarla implica tiempo, compromiso y proteger la verdad, pero es la única forma de evitar que la corrupción se convierta en un germen que pudre el sistema democrático desde dentro.









