Vallès Occidental (Barcelona), 25 de septiembre de 1962. 21:00 h
Papá está a punto de llegar del trabajo, y mamá nos ha pedido a Ana, mi hermana mayor, y a mí que ayudemos a poner la mesa, así que estamos en la cocina peleándonos por quién pone el último vaso. Son casi las nueve y aún no ha parado de llover. Mamá ha empezado a maldecir en voz alta a papá porque siempre le lían en el bar. Ni ella ni Ana sospechan que papá no estaba de cervezas, ni que el pollo que habían estado preparando toda la tarde iba a quedarse en el horno.
El agua rebota en los cristales de la cocina con más fuerza según avanza la noche. Es septiembre, y nadie puede no alegrarse de estas lluvias; han sido meses de sequía intensa y oraciones para que por fin cayese algo de agua sobre Llobregat. Nadie ha llamado para advertirnos de que en unos minutos la ruta que hago cada mañana para ir al cole iba a desaparecer, nadie ha mensajeado a mamá para que deje de hacer la cena y nos ponga a salvo, nadie le ha dicho a papá que no coja el coche para volver a casa. Porque solo es 1962, solo somos los Serra esperando a las diez para empezar a preocuparnos por papá, solo soy Martí Serra alegrándome inocente de la lluvia después de meses escuchando a mi madre rezar para que los campos pudiesen recibir algo de agua.
Paiporta (Valencia), 29 de octubre de 2024. 20:08 h
“En casa de los García ya han empezado las navidades”, exclama papá antes de dejar sobre la mesa la primera tableta de turrón que ha comprado este año. Al final le convencí esta tarde de recogerme del Primor donde trabajo; esta es la última semana que estoy allí. Entre el agobio con las prácticas de periodismo -es el último año de carrera- y que no aguanto más a mis compañeras, he decidido que lo dejo y, para subirme el ánimo, me convenció de ir después del turno Mercadona. Allí vimos la sección navideña y me compró algunos caprichos; sabe que me encantan esas fechas y le encanta consentirnos.
Mientras mamá le sigue criticando por ser tan adelantado —“estas cosas se compran después del puente de la Inmaculada, Jose”— yo me acerco a la cocina para empezar a poner la mesa. Antes de coger el mantel, grito por las escaleras a mi hermano Álvaro para que salga de su habitación y me ayude. Antes de lo que pensaba, baja corriendo las escaleras y su expresión desencajada contrasta con la alerta que me enseña en el móvil: “dile a papá que saque ya el coche del garaje”. A pesar de lo que me enseña, le resto importancia; es noviembre y nunca vienen mal unas lluvias. Lleva toda la tarde pegado a Twitter, y yo llevo toda la tarde escuchándole hablar de la tontería de la DANA, como si en Valencia no estuviésemos ya acostumbrados a esas cosas…
Vallès Occidental (Barcelona), 25 de septiembre de 1962. 21:34 h
“Martí, cariño, pon la radio”, me ordena mamá asomada por la puerta del salón. Desde hace media hora ha empezado a dar vueltas por la casa. Es normal que no llegue todavía papá. En la radio no dicen nada en especial: “lluvias fuertes”, “no salgan a la calle si no es necesario”. Nadie del pueblo está preocupado, pero Ana ha empezado a agobiar a mamá con sus tonterías; habla incluso de subir al tejado. ¡Como si no hubiese visto nunca una tormenta esa niña! Empezamos a discutir, mamá se pone muy nerviosa con esas cosas, así que estoy intentando que me suelte cuando escuchamos un chillido: ¡el pollo! Mamá no lo habrá sacado del horno por culpa de la idiota de Ana y sus invenciones, y ahora no hay cena para nadie.
Pero la realidad era muy distinta. Mamá corre desde la entrada y cierra la puerta con fuerza. Aparece empapada en la cocina, como si se hubiese duchado con la ropa puesta; el agua empieza a entrar en el suelo de piedra, y Ana empieza a gritar. Yo me quedo quieto, me dejo llevar mientras mamá nos agarra con fuerza de la mano y nos lleva hasta la segunda planta. Estamos en la buhardilla, abrazados los tres. Papá vendrá a por nosotros en unos minutos —“seguro que está al caer”— nos promete mamá.
Paiporta (Valencia), 29 de octubre de 2024. 21:15 h
No sé en qué momento estábamos en el cuarto de mis padres, porque desde que Álvaro me enseñó la alerta hasta que el agua alcanzó la altura de los cuadros del salón pasaron unos seis minutos. En estos no pude remediar que mi padre saliese a salvar el coche, empecinado en que los del seguro no le cubrían esto. El pánico solo me permitía hablar gritando, y mi madre, la mujer más calmada que conozco, está temblando como si el río en el que se había convertido mi calle en cuestión de minutos se fuese a llevar nuestra casa por delante. Me habían hablado muchas veces del fin del mundo, pero nunca me habría imaginado que mi padre lo vería desde el garaje y yo subida a una cómoda del segundo piso.
Vallès Occidental (Barcelona), 30 de septiembre de 1962. 12:34 h
Ya no existía el parque donde Ana y yo nos columpiábamos. Ni siquiera existía el colegio y eso, más allá de alegrarme, me entristecía porque hacía días que no jugaba con mis compañeros. Papá aún no volvía del trabajo; Ana se había ido con una vecina a Barcelona, según mamá para curarse de una herida que se hizo cuando salimos de casa por el balcón el día en el que el río se movió hasta mi calle. No tengo muy claro quiénes ayudaron a llevárselo de ahí, pero recuerdo perfectamente ver barcos enfrente de mi casa; de hecho, nos sacaron en uno pequeño para llevarnos hasta la del vecino. Mamá no decía mucho desde ese día; solo abría la boca para quejarse, en bajito, de “quienes no habían avisado” y para decirme que papá volvería pronto del trabajo. Yo creo que se había ido a buscar a Ana, pero no se lo decía porque no quería agobiarle más.
Ese día iban a venir dos personas muy importantes, y los hombres que ayudaban a limpiar mi calle no se quedaron luego jugando al balón conmigo; no querían verles. Algunos decían que una era princesa griega, otros que habían dado mil pesetas al pueblo. Sus nombres eran Sofía y Juan Carlos… mamá decía que ella es muy elegante y él muy guapo. El día que pasearon por el pueblo, aquella señora elegante me dio un abrazo, a mi y a otros niños a los que nos pusieron en fila para recibirle, también vi al hombre -al que todos se referían como el príncipe- coger una pala y ayudar a sacar algo del lodo. Aunque en los días de después mamá se quejaba en bajito cuando estábamos en casa: «sólo ha aparecido el otro en los periódicos, nada de los príncipes que estuvieron con nosotros». Las vecinas bajaban la voz cuando hablaban de aquel que había aparecido en los diarios; yo nunca me enteré de por qué estaban tan enfadadas con ese hombre al que no habían visto nunca y del que no podían hablar nunca en alto.
Paiporta (Valencia), 3 de noviembre de 2024. 13:30 h
Toda España está con Valencia, pero a la vez siento que estoy sola, por mucho que los voluntarios hayan inundado las calles de mi Paiporta, que ahora es más bien una montaña de escombros y coches. No ha habido tiempo para nada; es la sensación que tengo. No hay tiempo para pensar —lo que en parte me alegra—, no hubo tiempo para avisarnos, no hubo tiempo para un último abrazo a papá, no hay tiempo para asimilar que no habrá más abrazos a papá. Solo hay tiempo de luchar por el de enfrente, que antes era la envidia del pueblo y ahora tira para adelante con lo puesto. Porque ya da igual la carrera; de repente quiero tanto a mi hermano como a mi vecino, al que antes detestaba, a mi madre como a mi tía. De repente nos veo a todos iguales y, si me diesen la oportunidad, habría firmado porque el agua solo hubiese inundado mi casa con la condición de que las demás se quedasen intactas.
Ver llorar a quien no le tocaba llorar tan pronto es una sensación tan difícil de procesar como escuchar a tu madre odiar la casa que construyó con el amor de su vida, y que ha acabado siendo una trampa mortal para el mismo.
Esa mañana el pueblo está revuelto, noto que hay más policía. Me alegro. Pienso que por fin estamos haciendo algo bien, pero hay algo más. El ambiente ya de por sí cargado aumenta hoy su resignación. Hay un grupo de personas reunidas en una de las calles principales; llevo días sin conexión, así que no me entero de nada. Pregunto a un vecino y me dice con cara de pocos amigos que los Reyes y el Presidente del Gobierno van a visitar el pueblo. Avanzo entre la multitud y, efectivamente, el pueblo descarga su rabia contra los que se quedan a escucharles. La reina llora con la cara llena de barro. El Rey aparta en ese momento el paraguas de uno de sus escoltas y avanza serio entre quienes le gritan.
A mí, que estudio periodismo, no se me vienen titulares a la cabeza. Tengo frente a mí un antes y un después en la política de mi país y solo puedo preguntarme si habrán abierto el garaje para velar, una semana después, el cuerpo de mi padre.