Las dos caras de la suerte en el Cielo 133

La historia de un orfanato en el que dos niños compartieron ángel de la guarda, pero con un destino muy diferente

Existe un país en el cuerno de África llamado Etiopía donde el sol choca con la tierra, las horas van a contrarreloj y los niños caminan descalzos, manchando sus pies de barro sin escrúpulo. Un país testigo de una cultura tan ancestral que tuvo el privilegio de ver crecer el judaísmo, el cristianismo y el islam. Cuna de la humanidad y a su vez víctima de la pobreza, hasta que el cereal de teff cayó del cielo como regalo de Dios para sacar de la hambruna a una nación entera.

Como leí en el testimonio de un fotoperiodista, cuyo nombre no recuerdo, una historia no existe hasta que es contada. Cuánta razón tenía. El mundo en el que vivimos está lleno de personas con hazañas increíbles que nos dejarían a todos perplejos; sin embargo, no todas ellas llegan a contarse, por lo que nunca podremos dejar que nos asombren. Hay personas que por miedo al sufrimiento que suponen las que un día fueron malas experiencias, y hoy son desgarradores recuerdos, prefieren reprimirlas y no sacudir las alas de la mariposa del pasado; pero yo no soy así, por eso os voy a contar su historia.

 

Por culpa del destino

Os contaré la historia de un orfanato por el que pasaron dos niños que compartieron un ángel de la guarda que hizo de todo por salvarlos. Dos niños que fueron abandonados y que, a pesar de compartir tantas cosas, la vida les dio un trato muy diferente.

A uno de ellos le llenó de privilegios y en cambio al otro… todo lo contrario. A uno de ellos la vida le regaló experiencias entrañables y al otro le expuso a duras realidades que le hicieron madurar antes de tiempo, tuvo una vida dónde la maldad de ciertas personas superó la bondad de otras… todo ello por culpa del incomprensible destino que decidió que uno de ellos fuese adoptado y que el otro careciera de oportunidades.

Ese mismo destino, que describiré con rencor, tuvo la amabilidad de hacer que se reuniesen el verano de sus dieciocho años, pero también ha hecho que ella esté a punto de cumplir veinte y en cambió él, su querido amigo, siempre tendrá diecinueve.

Los dos nacieron el 19 de marzo de 2004, el día de San José, al sur de Etiopía, en la región de las Naciones, Nacionalidades y Pueblos del Sur, en una cabaña con el tejado de paja y las paredes de adobe, que un día fue su hogar. Compartían cumpleaños, raza, el hecho de ser huérfanos y una gran fe religiosa que, aunque cada uno la viviese a su manera, ninguno dejó de lado a pesar de las circunstancias.

Lo único que nunca compartieron fue el brillo de los ojos: los ojos del niño, llamado Digafe, nunca pudieron apreciar el calor de una familia, o la protección de un padre, por lo que aprendieron a conformarse con los cuidados de las trabajadoras sociales. Sus ojos conocieron el engaño, la mentira, la explotación y la traición; nunca salió de su tierra. En cambio, los ojos de la niña, a la que llamaremos “D”, sintieron el abrazo de un padre en el hospital, el beso de una madre al acostarse, conocieron la ilusión de un viaje con amigas y la simple tontería de discutir con su hermana mayor por un trozo de tela. Los ojos de ella tuvieron el privilegio de viajar a cuatro de los cinco continentes y contemplar maravillas alrededor del mundo como la Riviera maya, las chimeneas de hadas en la Capadocia, los infinitos acantilados del norte de Irlanda o el David de Miguel Ángel en Florencia.

Comenzaré hablándoos del niño, de piel muy negra, unos dientes relucientes perfectamente alineados que llamaban la atención, un semblante serio y una mirada triste. Una mirada en la que podías ver cómo en un muchacho joven se reflejaban las vivencias de un hombre adulto, entre ellas la pérdida de una madre, la soledad, el hambre y el miedo; una mirada estancada en la tristeza, que nunca llegó a ser libre, sino que estuvo marcada por la incertidumbre. Todo ello por culpa del caprichoso destino y del egoísmo de un padre que nunca miró por el bien de su hijo.

Digafe se quedó huérfano a los cinco años, cuando su padre, un hombre maltratador y con problemas de alcohol, decidió arrebatarle la vida a su madre, en presencia de él y de su hermano pequeño, prendiendo fuego a su hogar con ella dentro. Digafe se despidió de ella mientras ardía en llamas. Hoy su padre sigue entre rejas por el terrible homicidio que cometió, pero incluso desde la cárcel se encargó de estropearle por completo la vida a su hijo, que se tuvo que hacer cargo de su hermano pequeño hasta que la policía logró ponerse en contacto con el abuelo de los niños.

El abuelo los acogió, aunque no tenía nada que aportar a los pequeños. Un año más tarde la suerte llamó a las puertas de Digafe por primera vez. Habían ofrecido al anciano dar a uno de los dos niños a una casa de huérfanos de la capital y este aceptó. Entregó a Digafe y se quedó con el pequeño. Los hermanos no sabían que jamás se volverían a ver.

 

La suerte toca a las puertas de Digafe

El día que Digafe conoció a su ángel de la guarda tenía seis años, y se le presentó en forma de una mujer española rubia, de tez muy blanca y que no llegaba a los cuarenta y cinco años en aquel entonces, llamada Ana. Ana era una doctora que trabajaba en un hospital de Madrid y acababa de fundar una asociación en Addis Abeba, capital de Etiopía, llamada Cielo 133, donde acogía a niños huérfanos con el fin de darles una familia nueva dispuesta a brindarles todo el amor, cuidado y cariño del que carecían. Ana se convirtió en su Ana-Madrina.

Ana acogió a Digafe en su casa hogar, donde fue escolarizado, llegando incluso a aprender español gracias a películas y libros infantiles. Poco a poco fue perfeccionando esa habilidad, llegó a leer y escribir con escasas faltas de ortografía y a hablar con fluidez sin apenas acento extranjero, todo para preparase para un destino al que nunca llegó…

Digafe de pequeño

 

Los meses y años fueron pasando y Digafe, entre las cuatro paredes de aquel orfanato, iba viendo cómo todos los niños llegaban huérfanos y se iban con una nueva familia. En cambio, él seguía allí sin entender por qué, y es que, desde la cárcel, su padre no accedía a autorizar que su hijo saliese del país ni que fuese adoptado, a pesar de los numerosos esfuerzos que se hicieron para ello, lo que condicionó la vida de Digafe para siempre. Con el paso del tiempo, Digafe fue creciendo, al igual que lo hacía su rebeldía; se escapaba por el tejado de la casa hogar, una y otra vez, robaba en la calle y se metía en problemas. En el centro de la capital todos sabían quién era el pequeño Digafe. Cuando Ana regresaba a Etiopía, le bastaba con pronunciar su nombre y una ola de personas abría paso y ahí, al final del todo, estaba él. Ana todavía recuerda cómo de niño le hurtaba materiales que traía desde España y los vendía para ganarse un dinero, pero después de esos actos de rebeldía siempre regresaba arrepentido a su querida Ana. Así, poco a poco, fueron entablando una relación de madre e hijo.

 

Digafe de mayor con Ana, su ángel de la guarda

 

Desde el privilegio

En esa misma casa hogar, en la habitación de los más pequeños, en una cuna forrada de una tela de manzanas verdes, había estado una niña huérfana tres años antes. Tenía una discapacidad motora y su padre acababa de fallecer, por lo que su madre, quien tenía otras cuatro hijas mayores, decidió entregar a un orfanato a la más pequeña de sus hijas, debido a la falta de recursos.  Al cabo de unos meses fue adoptada por una pareja española que ya tenía una hija de la India, quien desde ese día se convirtió en su hermana. Ya tenía una nueva familia.

La pequeña se adaptó perfectamente, asistió a un colegio religioso en Madrid. Sus padres, dispuestos a brindarle todo el cuidado que su pequeña discapacidad requería, la llevaron todas las semanas a rehabilitación para que las extremidades afectadas fueran cogiendo fuerza y movilidad. La apuntaron a todo tipo de actividades, tales como natación y patinaje e incluso, con esfuerzo, la enseñaron a montar en bicicleta.

D de pequeña

 

Por razones laborales familiares, la familia se trasladó a Ciudad de México, donde vivieron varios años. Allí conoció una cultura muy distinta a la que se acababa de adaptar en España, pero eso no fue un problema para ella, ya que la curiosidad ilusionada de conocer lo distinto siempre fue una de sus mayores virtudes. Si le preguntasen cuál es el recuerdo más bonito que se llevó de aquel país que la acogió con tanto cariño, ella diría sin duda que fueron los fines de semana que pasaban en un rancho que quedaba un pequeño pueblo llamado Chipilo a las afueras de Puebla, donde solían ir a montar a caballo.

Al cumplir nueve años la operaron de la pierna por su hemiparesia lateral y, tras meses de recuperación, solo le ha quedado una leve cojera que siempre intenta disimular.

Tras unos años de vuelta en España, sus padres decidieron enviarla a estudiar a Canadá, con una familia local. Allí tuvo experiencias tan maravillosas como vivir el invierno canadiense, ver sus bosques nevados o pescar en el hielo.

Mientras ella estaba en Canadá, al otro lado del mundo seguía Digafe; los dos en aquel momento tenían quince años y, a pesar de que sus vidas habían comenzado de la misma manera, ya eran completamente opuestas.

Hacía apenas dos años, la adopción internacional en Etiopía se había cerrado y la casa de transición de Ana con ella. Los niños que no tuvieron a dónde ir fueron llevados a una misión al norte del país, en una zona rural llamada Debrelianos, dirigida por curas ortodoxos que acogían y escolarizaban a niños huérfanos hasta su mayoría de edad.

Digafe se negó a hacer ese viaje porque no quería alejarse del lugar al que se había acostumbrado. Addis Abeba se había vuelto su casa, esa ciudad que siempre estaba repleta de un tráfico formado por coches y burros, donde tanto el día como la noche carecían de silencio y el sol se postraba ante los nuevos rascacielos que estaban en proceso de construcción. Tras un intento de llevar al niño a su nuevo hogar, este se escapó a mitad de camino de la furgoneta que lo transportaba, por lo que Ana decidió no insistir en que fuese a a Debrelibanos siempre que no dejase los estudios mientras era cuidado por una señora de Addis.

Digafe no estuvo cómodo allí y más tarde se comenzó a quedar en el pequeño hostal que llevaba un señor que accedió a acogerlo, pero que con el tiempo dejó de hacerse cargo de él. Terminó alojándose con un amigo musulmán, durmiendo en la trastienda del comercio de su padre, quien explotó al niño laboralmente, en lugar de mandarle a la escuela. Disgustado por esa situación, comenzó a dormir algunas noches en un taxi que siempre estaba estacionado en una de las callejuelas del barrio Bole, después de haber deambulado por casas ajenas que nunca sintió como hogares.

Un día, Digafe, junto a sus amigos, se unió a una manifestación en pleno centro de Addis para que una iglesia clandestina no fuese destruida por las autoridades. Entre el tumulto de gente la policía abrió fuego matando a un amigo de Digafe y él recibió un disparo en la pierna. Estando hospitalizado, tras someterse a una cirugía en la pierna por el disparo,  se replanteó aceptar la propuesta de Ana e irse a vivir a la misión de Debrelibanos. Allí retomó los estudios.

La niña, en cambio,  ya había vuelto de Canadá y terminó bachillerato en Madrid. En 2022 se graduó y comenzó la carrera que siempre quiso, Periodismo, con el sueño de convertirse en corresponsal de guerra y entender la razón por la que se cometen tantas atrocidades por aquellos que carecen de valores y principios, llevándose tantas vidas inocentes de por medio.

 

Contraste de realidades

Como regalo por sus dieciocho años, sus padres le pagaron un viaje a Etiopía para que conociera la tierra que la vio nacer, y qué mejor compañía para ese viaje que su ángel de la guarda, Ana, a quien llevaba años sin ver. Pasaron el verano en Debrelibanos, donde conoció a Digafe y a más niños de la misión que tenían su edad. Estando allí, se dio cuenta de que aunque fuese su tierra natal, ya no tenía nada que ver con ellos.

D con Ana, su ángel de la guarda, el verano que volvió a Etiopía

 

En un comienzo, ambos jóvenes se miraban llenos de recelo y prejuicios el uno contra el otro, manteniendo las distancias tanto él como ella. A él, ella le parecía una niña vacía del primer mundo y ella pensaba que él era un chico serio, sin humor.

Con el tiempo, los dos adolescentes fueron cogiendo confianza y terminaron siendo muy buenos amigos, manteniendo el contacto más allá de las fronteras que los separaban. Él comenzó a tratarla con un cariño frío envuelto en una coraza sobreprotectora, como si ella fuese de porcelana e incapaz de adaptarse a aquel ambiente. No comprendía por qué en la cocina, mientras ellos comían en el suelo, Digafe le traía una silla para que se sentara a descansar.

Algunas noches, mientras ella se echaba un cigarrillo, él la acompañaba a su dormitorio, que quedaba alejado, para que no fuese sola por ese bosque húmedo y repleto de neblina.

A ella nunca se le va a olvidar el día que, en el mercado, atosigados por niños que les pedían limosna por la calle, él, con el poco dinero que llevaba encima, a escondidas le dio unos billetes a una niña pequeña.

Digafe y D cocinando la cena en el verano de 2022

 

Al llegar a Madrid, ese mismo septiembre ella comenzó en la universidad. En cuanto a Digafe, a todos nos hubiese encantado que esta historia terminase con él estudiando una formación profesional en Madrid de lo que más le gustaba, la informática. Era cuestión de esperar a que terminase la escuela, pero eso, desafortunadamente, no fue así; el destino tenía otros planes para él.

Un día ella le escribió un mensaje para que le ayudase con la traducción de unos textos en amárico, pero la respuesta a ese mensaje nunca llegó.

Digafe falleció la noche del 25 de noviembre de 2023. Aquella noche la muerte le llegó en forma de dos balas que le atravesaron el cuerpo. Dos balas que hicieron que sus ojos se cerraran, que sus sueños se truncaran y que su paso por la vida terminase antes de lo previsto de la manera más injusta.

Ahora, el alma de Digafe forma parte de las estrellas que iluminan el valle del Nilo Blanco. Como recuerdo le dejó a su amiga una pulsera azul y roja que él mismo trenzó y que ella piensa guardar en el primer cajón de su mesilla para el resto de su vida. En su memoria quedará la huella de aquel joven que le cambió la forma de ver la vida.

Esa amiga de la que os hablo es la misma que está escribiendo estas líneas, soy yo, Dinkenesh del Carre Cubián, la amiga de Digafe.

 

Digafe y Dinkenesh en la basílica de Debrelibanos en el verano de 2022

 

 

Esta es la historia de cómo por culpa de una persona mala y sin empatía, de forma directa o indirecta, murieron dos personas buenas, Digafe y su madre. Por muy huérfano que fuese, su querida Ana no iba a permitir que Digafe quedara tirado en un lugar cualquiera y, a pesar de las advertencias del peligro en la zona por los conflictos, se trasladó aquel diciembre hasta Debrelíbanos y lo enterró en el cementerio del lugar con la dignidad y el respeto que se merecía. Le encargó una cruz ortodoxa con su foto, donde se podía leer: “Digafe, las familias de Cielo133 siempre te llevaremos en el corazón. Eres ahora nuestro ángel guardián hasta la eternidad”.

 

Ana acompañada por los amigos de Digafe en su entierro en Debrelibanos el 23 de diciembre de 2023