Si caminas en línea recta hacia el norte de Brooklyn, entre el frío y el fuerte olor a gasolina de sus calles, tras haber pasado por lo que es la Nueva York ruidosa, con sus gritos, sus pitidos y sus carritos de fast food en cada esquina, dejarás de escuchar inglés, dejarás de entender los carteles y notarás que las mujeres visten con faldas largas negras y llevan pelucas, y los hombres con abrigos oscuros y sombreros de ala ancha con un tirabuzón de pelo largo a cada lado llamado peyot; entonces, y solo entonces, estarás paseando por el pintoresco barrio neoyorkino de Williamsburg. Los autobuses escolares amarillos tendrán sus letras en hebreo y los comercios, igual.
Como bien describe la revista norteamericana Thirty en uno de sus artículos, este es un mundo en “blanco y negro” para quienes lo desconocen. Un contraste difícil de comprender, sobre todo por su localización, ya que no se trata de un asentamiento aislado en las montañas del desértico estado de Oregón, sino del pleno corazón de la ciudad que nunca duerme.
Es un viernes nublado de primavera, son las diez de la mañana y debería hacer sol, pero el frío neoyorquino es traicionero y no comprende de empatía. Un frío que acartona rostros se cuela por las ventanas de todos los comercios y se choca con los que vamos caminando por Heyward Street.
Williamsburg es un lugar tan curioso que en él verás cruzarse en la misma acera a un hípster, con sus rastas y ropas coloridas, y a un judío ultraortodoxo con su vestimenta tradicional, con el que jamás cruzarás una mirada, porque la mayoría camina mirando hacia el suelo, evitando el contacto visual porque así lo prefieren para evitar problemas.
Me reúno con el Rabino Zalman Goldstein en la casa Jabad que dirige en Madrid, medio año más tarde de mi visita a Nueva York, buscando conocer en profundidad aquella cultura que llamó tanto mi atención. Desde la ignorancia, pretendo saludarle extendiendo mi mano y no recibo una respuesta; no he sido consciente de que los hombres no saludan de esa forma a las mujeres, pero me lo aclara amablemente. Acabo de vivir mi primer choque cultural, uno de los muchos que entenderé mientras le entrevisto.
Las casas Jabad han llegado a cada rincón del mundo, lugares seguros fuera de la sinagoga en los que reunirse y practicar sus costumbres, abriendo sus puertas a cualquiera que esté interesado sin necesidad de pertenecer a la comunidad. Al entrar en la casa Jabad veo a muchos jóvenes reunidos, me llama la atención la variedad étnica en la sala y el haber escuchado por lo menos tres idiomas en medio minuto. Me fijo en los jóvenes, pero ellos no se fijan en mí, cada uno está a lo suyo, así que procedemos con la entrevista en uno de los despachos, por supuesto sin estar la puerta completamente cerrada.
El Rabino Goldstein proviene de un grupo ultraortodoxo jasídico que tiene su origen en la Polonia de hace tres siglos con el rabino Baal Shem Tov. Nacido en suelo americano, fue enviado de joven a estudiar a un yeshivá (universidad talmúdica) durante tres años a Francia, tras lo cual se mudó a Jerusalén, donde obtuvo la nacionalidad israelí y se casó con la que hoy es su mujer y madre de sus hijos. Desde hace ocho años reside en Madrid, pero viaja frecuentemente a su querida Nueva York.
En la gran familia del judaísmo, como en todas las religiones, hay un tronco del que han ido naciendo nuevas ramas, que se distinguen por su forma de interpretar la palabra de la Torá, el cumplimiento de las leyes judías Halajá, su origen geográfico y tradiciones.
La primera familia dentro de esta clasificación es el judaísmo rabínico, el más arcaico. En segundo lugar, está el judaísmo ortodoxo, caracterizado por ser el que cumple de una manera más estricta las leyes judías. Del judaísmo ortodoxo posteriormente nacerá la corriente ultraortodoxa, la más conservadora, y en ella grupos más pequeños como el judaísmo jasídico, al que se dedica este reportaje. Por último, encontramos el judaísmo reformista, el más moderno, que se adapta a los cambios de la sociedad, lo que permite a sus integrantes convivir fácilmente con los gentiles (no judíos)
Nacimiento de Williamsburg
En Williamsburg todo comenzó con un puente que hizo que la migración llegara de manera repentina a un territorio casi despoblado; judíos ultraortodoxos de origen germano y de Europa del Este que llegaron a finales del siglo XIX. Tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, hubo otra ola migratoria masiva causada por las heridas que había dejado el Holocausto en Europa.
Estos inmigrantes buscaron un rincón del mundo al otro lado del Atlántico donde pudiesen preservar sus costumbres sin ser juzgados. Judíos de distintas ramas del judaísmo se establecieron en Brooklyn y decidieron mantener su tradicional forma de vivir, conservaron el idioma, la vestimenta y el cumplimiento estricto de las leyes judías, pero, sobre todo, se esforzaron para que jamás se perdiese la cultura basada en la enseñanza de su libro sagrado.
En Williamsburg establecieron sus escuelas, sinagogas y comercios, haciendo de este un lugar perfecto para vivir sin necesidad de salir al mundo exterior ni requerir sus servicios, dado que ellos mismos crearon los suyos propios. El “aislamiento” que se observa en estos barrios de Brooklyn, como Williamsburg, Crown Heights o Borough Park, demuestra que es posible vivir en un asentamiento judío fuera de Israel, sin hablar el idioma del país de residencia. Es posible encontrar a judíos que no hablen inglés; con el hebreo y el yidis (lengua procedente de la tradición germana) les basta y les sobra.
Halajá-Leyes judías
La traducción de Halajá es “ley”. El principio fundamental de estas leyes es que son inmutables y en ellas se establecen las normas, tradiciones, costumbres y preceptos que deben seguir los judíos. Estas leyes abordan todos los aspectos de la vida judía, dándoles un sentido.
En un comienzo, estas leyes fueron transmitidas de generación en generación de manera oral. Los pilares de la vida judía son las leyes de Noé, y son: no cometer idolatría, no cometer adulterio, no blasfemar, no comer animales vivos, no matar, no robar y, por último, instituir leyes y juzgados en cada sociedad judía.
El Sabbat (Shabbat), otro de los elementos fundamentales de la religión, es el día sagrado de descanso, para el que comienzan a prepararse desde la tarde del viernes con el encendido de velas. La comida tiene que estar preparada desde el día de antes, ya que no se puede cocinar ni realizar otras actividades como conducir, escribir, utilizar cualquier tipo de tecnología, etc. Es imprescindible tener la ropa preparada y estar aseado para recibir la renovación espiritual. Un día de desconexión completa, dedicado a la familia y a la oración.
Si miras hacia arriba por la calle, en algunas esquinas verás unos cordones blancos que delimitan una zona llamada Eruv: sirve para señalar las zonas en las que es posible moverse libremente los días de Sabbat sin violar la norma que exige no hacer esfuerzo físico durante el día sagrado.
Alimentación Kosher
Dentro de las leyes generales, también podemos conocer las leyes dietéticas de la comida kosher, llamadas kashrut, en las que se restringen muchos alimentos, y en algunos casos, como el vino, exigen que hayan sido elaborados por manos judías. Todos los alimentos kosher deben llevar un sello de identificación.
La alimentación kosher tiene dos bases principales: la primera es no mezclar lácteos y alimentos procesados, que siempre se han de comer por separado, y la segunda que sólo se pueden consumir animales que tengan las pezuñas partidas, como la vaca, el cordero o la oveja, y asegurándose de que estén limpias de cualquier resto de sangre. Queda totalmente prohibido comer animales marinos que no tengan escamas y aletas, y en cuanto a las aves, solamente se comen las que se han consumido históricamente por otros pueblos judíos. La alimentación dentro de esta cultura va muy ligada a la pureza de uno mismo.
La infancia
Por la calle caminan con prisa hombres y niños con abrigos negros y un libro debajo del brazo: la Torá. Se dirigen a orar a la sinagoga para preparar el Sabbat. Las mujeres, en cambio, van con varios niños cada una, parecen hermanas mayores, pero, aunque sorprenda, muchas de ellas son madres que no llegan a la veintena.
Crecer en una comunidad judía ultraortodoxa supone aprender a vivir entre dos mundos; el mundo tradicional y el que les rodea. La infancia no es muy distinta a la de otros niños en el mundo. El hecho de que sea una comunidad autosuficiente hace que los niños estén siempre rodeados de otros niños judíos.
En las ventanas de las viviendas se pueden ver rejas, lo que se debe principalmente a que las familias suelen tener muchos hijos y de esta forma proporcionan seguridad a los más pequeños.
Si una familia se lo puede permitir, los niños aprenden los primeros años desde el hogar antes de ir a la escuela. Los estudios religiosos comienzan cuando el niño aprende a leer y se le muestra el primer versículo del libro sagrado. La Torá significa enseñanza: “Dios creó el mundo y nos dio la Torá como manual de instrucciones”, afirma el Rabino Goldstein.
El papel de la mujer y el matrimonio
En la comunidad ultraortodoxa se casan jóvenes. Los hombres y las mujeres son criados de forma separada y al llegar a cierta edad comienzan a asistir a eventos mixtos, con el objetivo de encontrar pareja para formar un matrimonio y poco después una familia. Un término muy cierto mencionado en la guía de viajes a Nueva York cuando mencionan el barrio de Williamsburg es que “no hay mujer joven que no empuje un carrito”.
Las mujeres estudian y van a la escuela regular; después, en las casas Jabad, asisten a un seminario, donde están de dos a tres años formándose en la educación femenina para aprender a adaptarse al futuro de una vida familiar y doméstica antes del matrimonio.
El matrimonio dentro del judaísmo ultraortodoxo es un proceso con distintas fases. La primera de todas es buscar pareja (shidujim), a cargo un “casamentero” que pertenezca a la comunidad. Cuando la joven pareja es aceptada, las dos familias se reúnen para firmar que ven compatible la unión y acordar temas religiosos y económicos (Te’anim).
Desde ese momento la pareja evita verse hasta el momento del matrimonio, para el que se preparan de forma individual. La mujer es aconsejada por una madrijákala, una orientadora que le ayudará en este proceso, en tareas tales como realizar el baño ritual llamado mikvé para purificarse antes de consumar el matrimonio. El hombre, en cambio, será guiado por un Rabino para repasar las pautas y leyes relacionadas con el matrimonio.
“La Torá siempre ha dado una función distinta al hombre y a la mujer, igual y diferente”. En este sentido, “el cuerpo tiene diferentes partes, por ejemplo el dedo y la cabeza. La cabeza es más importante, pero no por ello podemos sobrevivir solo con ella, necesitamos el pie también, cada uno cumple su función y lo hace de forma perfecta”, comenta el Rabino Goldstein.
Tienen importancia en la vida rutinaria de la comunidad las leyes de modestia (tzeniut), como por ejemplo estar cubierto; en el caso de la mujer, estar cubierta hasta la rodilla y, una vez casada, raparse y cubrirse el pelo con pañuelo o con pelucas, la mayoría de unos precios sorprendentes que pueden llegar a rondar los 1.500 dólares.
El matrimonio interreligioso no está bien visto, dado que los descendientes de una pareja mixta solo nacerán judíos si la madre lo es; en el caso de que el judío de la pareja sea el hombre, el niño no nacerá judío. Estas normas pueden llegar a ser muy confusas para un hijo de este tipo de matrimonios: “es como el agua y el aceite, no funciona”, explica el Rabino Goldstein.
Relación con la tecnología
En Williamsburg algunos hombres van hablando por teléfono, pero un teléfono distinto, como si su tecnología se hubiese quedado estancada allá por el año 2008. Son todos teléfonos sin pantalla, solo con un teclado básico, muy distintos a los iPhones que lucen las niñas de Manhattan al otro lado del río Hudson. Desde luego, si Williamsburg destaca por algo, es por su silencio y serenidad.
En los lugares domésticos se evita tener televisiones para no incumplir una de las principales leyes de Noé: “Si no queremos tocar la idolatría, en la televisión se puede encontrar de todo”. “En los smartphones puedes encontrar toda la Torá, pero también todo el mal”, asegura el Rabino Goldstein.
Dependiendo de la rama del judaísmo a la que se pertenezca, la relación con las nuevas tecnologías es completamente nula o escasa. En algunos casos, como puede ser trabajar fuera de la comunidad, se precisa acudir a la tecnología, pero ésta se somete a un control parental para evitar contenido indeseado que dañe la pureza espiritual. El Rabino Goldstein comparte una visión no tan cerrada acerca de las tecnologías: “En algunos casos es correcto usar la tecnología, es algo que Dios creó para su correcta función; si no tuviese WhatsApp, nadie podría contactar conmigo”
El significado de la tierra de Israel
Todos los judíos del mundo, seculares y de otras ramas, sin importar posición política ni origen, o incluso su visión ante el sionismo, tienen una percepción única y clara del Estado de Israel; la Tierra Santa, la Prometida, un refugio ancestral y el origen de todo. Con un significado que va más allá del vínculo que supone ser el hogar espiritual o físico de millones de judíos del mundo, también es el lugar donde esperan la llegada del Moshiach (Mesías) en un tiempo indefinido (redención final), que asegurará la paz de sus fieles.
El gobierno israelí subvenciona económicamente y apoya culturalmente a la comunidad. Muchos judíos, tanto seculares como ultraortodoxos alrededor del mundo, deciden enviar a sus hijos a estudiar a Israel para que asistan a universidades religiosas o realicen la formación militar, buscando que perdure esa conexión de los jóvenes de hoy en día con los pilares fundamentales de la religión.
Esto me recuerda mi paseo por el barrio de Mea Shearim, donde también hay una gran población de judíos ultraortodoxos. Cuando cae la noche en la calurosa, dividida y organizada Jerusalén, se puede observar cómo se va llenando el muro de las lamentaciones, hombres por un lado y mujeres por otro, como siempre. Todos reunidos en una explanada para orar por el peso de siglos de sufrimiento de un pueblo, haciendo que cada lágrima resuene recordando los nombres de los seres del pasado, pidiendo protección para los del presente y seguridad para los del futuro.
Nueva York es una ciudad tan grande que en ella caben más de mil historias, cada una con protagonistas de distinto origen, distinto rostro, religión y estatus socioeconómico. Una ciudad de todos pero no para todos: desde los dominicanos del Bronx, los descendientes italianos que concentran sus comercios en la llamada “pequeña Italia”, los mexicanos que venden golosinas y pañuelos en el ferry que lleva a los turistas a ver la estatua de la libertad, los que viven en estados vecinos porque no se pueden permitir una casa en la gran manzana y bajan todas las mañanas a trabajar, los asiáticos de Chinatown, los vagabundos que se refugian bajo los puentes de Central Park, hasta las familias adineradas con sus lujosos áticos en el Upper East Side de Manhattan. En este caso, hemos conocido la historia de los judíos ultraortodoxos de Brooklyn y su peculiar, chocante, pero inofensiva forma de vivir enfocada al peso que tiene esa fuente de espiritualidad capaz de traspasar fronteras.